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Para ellos, la llegada de Chance (en febrero del 2000) y Mía (en febrero del 99) fue como volver a nacer. "Me cambió la vida. Yo antes era temerosa y ahora me siento independiente. Me arrepiento de no haber tenido un perro antes", asegura Ana, que atiende un bar del hospital Garrahan.
"La sensación que tuve cuando me dieron a Chance fue que podía pensar en cualquier lugar del mundo y saber que iba a llegar", dice Alberto. Los hermanos tuvieron la confirmación este verano, cuando fueron a Valencia y a Madrid. "En un momento nos bajamos de un taxi, que nos dejó en una estación, pero queríamos ir al hotel. Primero nos desesperamos, pero los perros cruzaron, doblaron en varias esquinas y al ratito llegamos", cuenta Ana.
Alberto se ríe y recuerda su primera salida con Chance en Buenos Aires. "Fue una prueba de fuego para el pobre, porque estaba acostumbrado a Estados Unidos, donde todo es ordenado. Y lo llevé a pasear por la calle Corrientes un día de semana a la tarde. No sólo tuvo que esquivar gente sino pozos, basura, carteles, veredas rotas y yo no me estresé ni me enteré".
Se podría pensar que son perritos sacrificados, pero Ana y Alberto no están de acuerdo: "No salen con paseadores desconocidos ni se quedan solos en casa extrañando, ellos tienen la fortuna de estar todo el día acompañados y mimados". Como si entendieran el significado de sus palabras, Chance y Mía se les pegan a las piernas y no dejan de mover la cola. |
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